
La cosa empezó mal. O sea, fue así: “Buenos días Ricardo”, le dije al ex marido de mi clienta cuando llegó, dándole la mano. (Tenía las uñas negras y me dio un asco....Wuacatela. Afortunadamente yo siempre ando con mi jabón líquido, de ese que se seca solo, topísimo para gente maniática como yo).
Después saludo a mi colega y le digo “Magdalena Vogüel, mucho gusto”. Y el tipo me estrecha la mano en silencio, -enérgica sí-, me mira sin sonreírme, pero con ojos de “no sabí ná con quién te estay metiendo cabrita”. No me dice su nombre. Último. Me cayó pésimo, obvio. Y cuando lo suelto, cacho que me pega LA lookeada de arriba a abajo.
Pero revisé con mi espejito mágico, y no. Todo estaba en su lugar.
Voy bajando la escalera y lo escucho: “A esta mina pituca la despacho en dos tiempos compadre. O sea, yo creo que está jugando a la señorita que trabaja, pero que le da lo mismo. Se cacha de una que ella es la típica niñita fifí que el marido la mantiene. O sea, obvio que no sabe negociar. Tranqui, estamos al otro lado”.
Es que creo que se me subió la bilirrubina, la espumita, y todo lo demás junto. Me puse furia, furia (pero al tiro me acordé que eso trae arrugas, así que mientras respiraba me estiraba la cara, por si).
O sea, ¿porque vengo de colegio privado y tengo los ojos claros, entonces cero neurona?... Me cargan los estereotipos. La rubia tonta, el negro feroz a la hora D, la japonesa servicial, etc.. Si finalmente, hay de todo en la villa del señor.
A ver si así aprende que existen pitucas inteligentes, y que a la hora de la verdad, son de temer. Sonreí con la idea. Y partí a comer una ensalada exquisita, con aderezo light, en un boliche vegetariano que pillé hace poco en el centro (10 puntos el lugar, como diría la Isi).
Foto: de Google images.
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